La identidad de una organización

Autor Ricardo Piñeyro Prins – Director del CEIRET – Profesor Regular Titular FSOC-UBA

¿Se puede decir, en pocas palabras, qué es aquello que caracteriza a una organización, tanto pública como privada? ¿O cuál es la esencia que la determina? ¿Cómo podemos definirla? La frecuente confusión en la interpretación de este concepto genera inconvenientes a la hora de llevar a cabo, con eficacia, procesos de reforma en las organizaciones. 

En tiempos donde el debate sobre la aplicación de la gestión privada a la escena pública vuelve a recuperar terreno, estas preguntas no dejan de cobrar sentido. Resulta indispensable por lo tanto entender cuáles son los mecanismos ocultos de la identidad, esa suma de elementos que hacen única a una organización y que le dan coherencia interna. 

Los estudios más recientes sobre la identidad de las organizaciones alertan sobre los errores que surgen de análisis mal planteados. En este sentido, cuando llegan los problemas a la administración y no es posible responder a ellos, rápidamente aparecen frases como “es necesario adoptar una nueva identidad”, “hemos perdido nuestro rumbo” o “lamentablemente, así somos”. 

Sin embargo, todas estas afirmaciones tienden a marcar incapacidades constitutivas. Parten del error de considerar a la identidad como un objeto al que se le puede asignar culpas o responsabilidades. En otras palabras, se persigue la idea de que tener una determinada identidad implica ciertas consecuencias inevitables, o incluso el razonamiento de que la pérdida de los viejos paradigmas que le daban valor a la organización es la causa de sus nuevos males.

Pero la cuestión no es tan sencilla. Pensar en términos de identidad requiere rastrear cómo ella se fue construyendo. Porque una identidad no se crea únicamente a partir de lo primitivo, de las tradiciones y los ritos. También puede nacer de los conflictos y de las contradicciones. 

El cambio y lo permanente

Si uno tuviera la tarea de pensar en lo más básico que hace a una organización, sería tentador hurgar en su pasado y pararse sobre todo lo que, aún con el paso del tiempo, no ha cambiado. Siguiendo esa lógica, su identidad estaría dada por la historia, tradiciones y ritos, como se mencionó anteriormente.

Sin embargo, en diversos marcos teóricos del mundo académico, como los que aportaron Nils Brunsson y Johan P. Olsen, el sentido más extendido del concepto de identidad tiene poco que ver con la consolidación de mecanismos para el logro de ciertos propósitos. La conformación, el desarrollo y el crecimiento de una organización no se limitan a sus misiones u objetivos y a la concreción o no de ellos. 

La Fórmula “Dime que produces y te diré quién eres” deja de cobrar sentido, porque no son las metas las que llevan a la cohesión de un proyecto mucho más amplio y tampoco son las que nos llevan a comprender la identidad de una organización. 

Hay una diferencia fundamental entre plantearse cómo tener mayor productividad y entender cómo la organización puede funcionar mejor de manera integral. Los estudios sobre la identidad van más por ese lado y por eso suele decirse que se enfocan más hacia una descripción de lo que se es, que a una prescripción de lo que se debería ser.

Con lo dicho hasta aquí lejos estamos de afirmar que la identidad se opone al cambio. Eso sería tan falso como sostener que el estudio de la identidad de una organización lleva a postergar decisiones coyunturales o soluciones estructurales. Muy por el contrario, pensar la identidad como parte de un análisis reflexivo y no como el elemento de una fórmula de la gestión eficaz, permite una intervención mejor que supera cualquier parálisis o pasividad. 

Esto se debe a que ese análisis exige comprender las organizaciones de mejor manera, desde la base de un conocimiento-condición que ayuda a desarrollar técnicas de gestión (conducción y manejo). Se trata, en definitiva, de una perspectiva de calidad, una mirada más profunda. 

La toma de decisiones

Si los estudios sobre la identidad de las organizaciones no paralizan cuestiones estructurales pero tampoco brindan soluciones para superar una crisis o hacer eficaz una gestión, ¿qué aportan entonces? 

Para empezar, aportan una forma de comprender las organizaciones de un modo diferente. Es decir, abordan su existencia a partir de las acciones y representaciones explícitas e implícitas que se repiten de manera coherente y durante un determinado tiempo. Porque son esos rasgos los que caracterizan y moldean las relaciones al interior de una empresa.

No estamos hablando de un “espíritu de cuerpo”, algo intangible que vaya a unir, o incluso distanciar, a los miembros que la componen. Nos referimos a esa coherencia interna que la define y la caracteriza. Uno de los grandes desafíos de toda organización, justamente, es que esa coherencia esté en sintonía con las convenciones y reglas circundantes en la sociedad.

Pero como venimos afirmando, el análisis de cuestiones altamente complejas, como lo son las potencialidades de una determinada organización o los conflictos que debe enfrentar, no puede resolverse en base a formulaciones simples. Los nuevos paradigmas vigentes destacan la importancia de esas definiciones, que incluyen ambigüedades, paradojas y muchas veces incertidumbre. 

En conclusión, no se trata entonces de encontrar estrategias para adquirir una identidad nueva o superadora si aparece algún conflicto. Porque la identidad no se puede reformar en busca de mejores resultados organizacionales. El desafío es reconocer si se va por el camino correcto cuando se toman decisiones dentro de cada organización.